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Marihuana en Perú: La promesa y la incertidumbre de una ley incompleta

Por consumir marihuana, Ana Alvarez internó por un mes a su hijo mayor, Christian, en un centro de rehabilitación. Pero años después, gracias a la marihuana, Ana Álvarez evitó que su hijo menor, Anthony, fuera internado de por vida en un centro psiquiátrico.

En una sociedad como la peruana —donde El Trome, el diario más leído del país, publica titulares como “Marihuana daña el cerebro”— Ana tuvo que esperar una sentencia médica para su hijo, para aceptar que aquello que siempre le habían dicho que podría deshacer una vida, podía ser una solución para su familia. Aceptarlo la hizo parte de una evolución histórica en la medicina peruana.

En febrero del 2017, el allanamiento policial de un laboratorio clandestino de marihuana en Lima inició una reconceptualización nacional del cannabis. Aquella noche todos los noticieros peruanos mostraron a un grupo de madres desesperadas tratando de explicar a los policías que esas plantas eran la medicina de sus hijos. Una de ellas era Ana.

Ana es técnica dental y al menor de sus hijos, Anthony, le diagnosticaron esclerosis tuberosa con síndrome de lennox, una variante de la epilepsia que no responde al tratamiento de los fármacos convencionales, desde que tenía cuatro años. En quince años llegó a tomar 18 pastillas diarias pero perdió el habla y el sueño. Las constantes convulsiones lo volvieron un niño violento que solo podía arrastrarse por el suelo. Le sumaron, además, el diagnóstico de retardo mental moderado.

Tiempo atrás, Ana había internado a Cristian, el mayor, porque a pesar de las advertencias, no había dejado de fumar marihuana. “Yo era una persona temerosa, asustada. No sabía ni cómo era la marihuana, pero estaba convencida que entorpecía la mente”, se lamenta Ana. Hasta que tuvo que elegir el futuro de Anthony. “La enfermedad de mi hijo me hizo descubrir cosas que nunca hubiera imaginado”.

El día que le indicaron que debía internar a Anthony en un hospital psiquiátrico de manera permanente, Ana se negó y jugó su última carta. “Conseguimos unos cogollos con Christian”, sonríe por primera vez en su relato. “No teníamos idea de qué hacer así que hicimos un té. Se le hincharon los ojos, le empezó a doler la cabeza y me decía que tenía miedo. Pero luego se quedó dormido y hace tanto tiempo que mi hijo no dormía de esa manera…”.

Hoy, casi tres años después, Anthony toma tres pastillas y cinco gotas de cbd con 0.25% de THC mañana, tarde y noche; y Ana es la presidenta de Buscando Esperanza, el colectivo de madres que la noche del allanamiento, en su desesperación, les deseaban a los policías que ojalá nunca tuvieran un familiar con cáncer que necesite cannabis.

Tan solo nueve meses después de esas imágenes, en noviembre del 2017, el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski promulgó la ley que regularía el uso medicinal y terapéutico del cannabis y sus derivados asegurando que representaba el final de los mitos que estigmatizan a la marihuana. Pero esa lucha, en realidad, solo había empezado. Y, a pesar de contar incluso ya con un reglamento aprobado, continúa hasta hoy.

Francesca Brivio está cansada. “Hay un sector conservador que quiere seguir metiendo candados”. Se frota lo ojos, se vuelve a poner los anteojos. Brivio es la presidenta de Cannabis Gotas de Esperanza, una organización dedicada a la asesoría sobre el uso del cannabis medicinal. Un día antes de esta conversación habían lanzado una encuesta de emergencia para que los pacientes explicaran los múltiples usos que le dan al cannabis y evitar así que la Dirección General de Medicamentos de Insumos y Drogas (DIGEMID) limitara la receta cannábica a solo cuatro dolencias.

La intención de la DIGEMID es solo una pequeña muestra de las resistencias que se han tenido que quebrar para alcanzar una ley y un reglamento que se mantiene tenso aún. De cada uno de estos últimos detalles dependerá su impacto final.

La prueba más clara del nivel de la resistencia durante los debates llevados a cabo en las distintas etapas está un dictamen del 3 de octubre del 2017 de la Comisión de Salud y Población del Congreso de la República. Ese día, señala el documento, distintos representantes de universidades e instituciones médicas argumentaron, por ejemplo, que si un paciente con epilepsia no respondía a los fármacos podía someterse a una intervención quirúrgica; que el uso del cannabis aumentaría la criminalidad porque afecta los neurotransmisores; que solo se trataría de una moda mundial; y que la marihuana, al producir efectos psicoactivos, aumentar el deseo sexual, pero a la vez causar disfunción eréctil, produciría una frustración que conllevaría a violar o asesinar.

La ley promulgada finalmente permitió la importación, la comercialización y el uso del cannabis con fines medicinales, pero dejó fuera el origen de todo: el autocultivo. Fue una batalla que se perdió en los primeros detalles de la historia legal. En los distintos proyectos de ley que presentó la sociedad civil con el apoyo de algunos congresistas no parecía estratégico mencionar directamente la posibilidad del autocultivo a un congreso en contra de la marihuana en general. Pero algunos lo hicieron y el rechazo a esas propuestas hizo que se alzara el proyecto presidencial que lo eludía y al que el congreso se aseguró de especificar que serían solo los laboratorios farmacéuticos quienes los producirían.

Que las prácticas que motivaron la legalización quedaran finalmente fuera de esta, ha creado un sensación híbrida entre la esperanza que genera que por fin el Estado y el mercado se vean obligados a garantizar el acceso y la incertidumbre que ocasiona para muchos actores haber perdido oficialmente el control directo de sus medicinas.

“La ley es incompleta y hubo injusticia social por cómo se planteó”, explica Francesca. “Pero la que tiene el mayor alcance y tendrá un impacto a futuro será la que se venda en las farmacias con certificados de buenas prácticas y defender todas las vías de acceso también está bien”.

Francesca era conocida por su trabajo en la televisión peruana, pero en el año 2009 una mastocitosis sistémica crónica —una enfermedad sin cura que afecta cualquier tejido del organismo— reconfiguró su papel en la televisión. Cuando descubrió que el cannabis aliviaba la mayoría de los síntomas, supo que su imagen podía tener otro objetivo.

“Había que visibilizar el uso del cannabis para normalizarlo”, recuerda. “Sí, me dio miedo al principio, pero la sensación de estar enferma y además sentirte criminalizado era tan fuerte…”.

Nunca aprendió a armar un porro, pero sí aprendió a cultivar. “Yo también quería que la ley permitiera el autocultivo. No le estamos diciendo a nadie que deje de hacerlo. Cada quien sabrá atenerse a las consecuencias legales que, ahora, estoy segura, solo serán incómodas porque todo lo que hagan en contra nuestro solo visibilizará nuestra lucha por el autocultivo”.

La noche del allanamiento del laboratorio clandestino, Saul Redada reconoció en las noticias su sistema de cultivo indoor, mismo que los efectivos policiales no sabían cómo hacer caber en la tolva de una camioneta.

Al conocer a las madres tiempo antes, supo que él no se podría dar abasto, que la única forma en que podrían conseguir la medicina que necesitaban, era que aprendieran a cultivar. Cuando decidieron arriesgarse por sus hijos, Saul, a través de terceros, les explicó la mejor manera de hacerlo.

Saul sembró marihuana por primera vez a los 18 años. Cuando fumó por primera vez su propia planta recuerda haber sentido un orgullo particular “porque te das cuenta que puedes sembrar algo para curarte a ti mismo”. Hoy, casi dos décadas después, abastece de marihuana a seis usuarios recreativos; de aceites a cuatro médicos; y, gratuitamente, a lo que llama diez casos sociales. Médicos, activistas, académicos y usuarios coinciden en que Saúl es uno de los cultivadores más profesionales del Perú.

“Actualmente en el Perú la única garantía de calidad es la confianza con tu proveedor”, explica este domingo. “Desde la intervención al laboratorio de las madres se han visto obligadas a recurrir al mercado negro donde gran parte de los aceites clandestinos provienen de cannabis de mala calidad para abaratar los costos”.

Tras la ley y el reglamento que han liberado la producción total del CBD y hasta el 1% de THC, Saul duda del alcance que vayan a tener. “En la mayoría de los casos los pacientes necesitan mucha más dosis de THC. Hacer esos productos ahora requerirá demasiado controles que quizá solo las grandes compañías puedan ejecutar”, lamenta.

El papel que Saúl ha cobrado en el sector del cannabis medicinal del Perú ha sido casual. El debate público incrementó una demanda a la que él no se negó. Pero redefinió su propia percepción. “Cuando la gente empieza a reconocer que el cannabis es medicinal es una gran satisfacción, porque como cultivador no puedes ni explayarte sobre tu trabajo con otras personas y que lo reconozcan”.

Ese reconocimiento se ha hecho realidad. Si bien años atrás pasó ocho días en la carceleta de una comisaría por fumar un porro en la calle, ahora, por el contrario, ha sido convocado por el Instituto Nacional de Salud para instruirlos sobre los productos que se vienen usando, los precios y las problemáticas. Hoy, además, cuenta con un precontrato que ha firmado con una empresa canadiense que les garantiza que será uno de sus managers de cultivo cuando se instalen en el país.

“Ahora podré hacer lo que me gusta en una empresa sin estar penado por la ley. Pero igual seguiré cultivando por mi parte así no esté permitido porque para mí todo uso del cannabis es medicinal”, aclara. “No es por el azar que las moléculas del cannabis empalmen tan bien con nuestro sistema endocannabinoide. Si el humano no lo usa es porque sabe que le hace bien y lo que vende, hoy en día, es la enfermedad”.

Hace dos meses, el médico Max Alzamora dejó la estabilidad que le daba su trabajo en una corporación extranjera, donde se encargaba de los protocolos de salud y la prevención de riesgos. Los pacientes que de manera paralela trataba con cannabis han aumentado a tal nivel desde la promulgación de la ley que hoy atiende entre cinco y diez pacientes diarios, cuatro días a la semana, mientras le entran llamadas de números nuevos a su celular por lo menos cada quince minutos.

“En un principio me daba miedo la ilegalidad, sobre todo que me pudieran quitar mi colegiatura y no pudiera atender”, explica en el pequeño consultorio que ha instaurado en su casa. “Ahora más miedo me da recetar algo que el paciente tenga que comprar en la industria farmacéutica que no es muy afín a ellos”.

Max calcula que los 32 mil 500 dólares que aproximadamente cuesta el tratamiento anual con el medicamento Epidiolex de las farmacéuticas, son quizá el mismo monto con el que ha podido atender a los aproximadamente 400 pacientes —con problemas de ansiedad hasta cáncer— que ha tratado ya con cannabis artesanal.

Para encontrar buenos proveedores, tuvo que probar con más de 25 cultivadores nacionales e internacionales. Pero ahora, la legalización del cannabis medicinal lo ha puesto ante un nuevo dilema: es difícil identificar quién está entrando en el mercado por el negocio o por los pacientes. “Quienes lo hicieron desde antes lo hicieron al margen de la ley, arriesgaron mucho y sé que tienen una satisfacción personal con los resultados”, explica. “Son ellos los que me hubiera gustado que pasaran a la formalidad, pero ahora, con la obligación de convertirse en laboratorios, no creo que vayan a poder hacerlo por el nivel de inversión que requiere”.

La informalidad que ha tenido que sortear no se ha restringido al mercado negro. Además de nunca haber escuchado sobre el sistema cannabinoide en su formación universitaria, hoy en día tampoco cuenta con nada escrito sobre el tratamiento con cannabis. “Con el cannabis uno tiene que partir de la dosis mínima y empezar a probar porque todos los organismos son distintos”, alza los hombros. “Incluso hay pacientes que, de pronto, me dicen que han variado las indicaciones que les di y les ha ido mejor. ¿Qué les vas a decir? ¿que así no es?”

Max ha sido testigo de una rápida evolución social. Si sus primeros pacientes venían buscando su última esperanza después de probar decenas de fármacos, ahora muchos llegan a su consultorio sabiendo cómo funcionan los cannabinoides. Si antes se resistían a contarles sobre el cannabis a sus otros médicos porque les decían que se trataba de chamanería, ahora atiende incluso a cirujanos plásticos, gineoncólogos y distintos presidentes de asociaciones médicas le envían pacientes.

Pero aún hay un detalle arraigado en la mala imagen que por tantos años se sembró sobre la marihuana: el método al que más se resisten los pacientes es la vaporización. “¿Sabes por qué? Porque es demasiado parecido a fumarse un porro”, se ríe.

Actualmente Ana no está satisfecha. El autocultivo, para la madres, siempre fue el principal objetivo. Reconoce que lo alcanzado es un gran avance, pero teniendo un autocultivo para tratar a Anthony, siente que la ley la ha vuelto oficialmente ilegal.

Francesca ha decidido crear su marca de cannabis medicinal. “Durante todo este proceso las mujeres hemos sido puestas en la escena como las cuidadoras”, sonríe fastidiada. “Pero a la hora del negocio prácticamente nos han dicho que nos arrimemos. No será así. El cannabis será un gran vehículo para el feminismo en el Perú”.

Saul piensa en la cantidad de variedades que se podrían cultivar en los distintos pisos ecológicos que tiene el Perú. Sabe que en los países del sur están hartos de la marihuana prensada que les llega de Paraguay. “Podemos convertirnos en los productores de la marihuana de mejor calidad con esta tierra que tenemos”, tose.

Max, a pesar de sus reparos con las farmacéuticas, le tranquiliza que la ley no haya alzcanzado el autocultivo. Un periodo controlado de esta manera, dice, ayudará a que las autoridades conozcan cómo funciona el cannabis en la formalidad para saber qué es lo que tienen que corregir.

Gracias a Vice.com: Raúl Lescano Méndez

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